La santidad es para todos

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JESUS NO dejó de ser Dios, pero aunque se mantuvo completamente
divino, renunció a todos los privilegios divinos para
enfrentar todos los desafíos de la vida, igual que todos nosotros.
LOS ALUMNOS MAYORES de la escuela secundaria a quienes enseño darían un respingo si se los llamase santos.  La mera palabra segrega venenos como "poco interesante," "sin sexo," "puritano," "poco sofisticado"-- difícilmente sea el camino hacia la popularidad.  La idea tampoco le cae bien a la gente mayor.  Se sienten indignos de un término que solamente se justifica con un halo visible.  Nuestras ideas sobre la santidad son tan estrictas que aun aspirar a ella parece presuntuoso.

Jesús también se enfrentó con esto: "'¿Qué es esta sabiduría que le ha sido dada? ¿No es éste acaso el hijo del carpintero?' " (Mateo 13:55). El más leve contacto con lo que no es sagrado mancilla cualquier sugerencia de santidad:  "¡Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos!" (Lucas 15:3).  Pero aquí está la clave:  Jesús ama a la gente imperfecta.  En ese sentido, todos nosotros la merecemos.  Podemos, por lo tanto, pensar en la santidad sin los "requisitos" antisépticos, que nos distancian y hacen que el tema, y la búsqueda de esa realidad, sean inaccesibles a los mortales comunes.

La Encarnación es la clave

Un elemento constitutivo de la Cristiandad es la Encarnación.  De manera singular, el Dios Cristiano estuvo completamente inmerso en el mundo material: "La Palabra se hizo carne" (Juan 1:14).  Jesús no se consideró negado por lo que sus correligionarios juzgaban impuro-no cumplir con el ritual del baño, o juntarse con gente que era considerada corrupta (prostitutas, leprosos, Samaritanos).  También es una afirmación básica de los cristianos que, salvo por el pecado, Dios se hizo totalmente humano en Cristo.  Eso significa que Jesús padeció exigencias físicas que algunos considerarían demasiado degradantes para Dios.

Se podría concluir que, dado que entre todas las especies sólo los humanos padecen la duda, Jesús tuvo que enfrentar la inseguridad de comprometerse con opciones sin certeza. Si no, las tentaciones en el desierto no podrían haber sido verdaderamente seductoras, sin la posibilidad de elegir equivocadamente.  Más aún, la angustia en el jardín, donde sudó sangre en su terror, hubiera sido imposible si hubiera tenido total acceso a la inteligencia divina que no padece incertidumbre.  En la cruz, donde gritó "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mateo 27:46), él podría haber estado simplemente citando un salmo, no sujeto a la tentación genuina de la desesperación.  Si no hubiera sentido una auténtica incertidumbre, Jesús no podría haber compartido esa dificilísima carga de ser humano.

Existe por lo menos una explicación, aunque podría no convencer a todos. San Pablo escribe que en la Encarnación el hijo "se vació" (Filipenses 2:7).  No dejó de ser Dios, pero aunque se mantuvo completamente divino, renunció a todos los privilegios divinos, como la omnisciencia y la omnipotencia, para enfrentar todos los desafíos de la vida, igual que todos nosotros.

La invitación de Jesús para todos

La invitación que Jesús hace al reino-a una relación personal con Dios aquí y ahora-de ningún modo estaba limitada a los pocos privilegiados.  En la parábola, cuando los invitados originales declinaron la invitación, el anfitrión ordenó:  "Ve por los caminos y los vallados y fuérzalos a entrar" (Lucas 14:23). La invitación no estaba restringida a los que ya eran honestos: "No son las personas sanas las que necesitan un médico, sino aquellas que están enfermas" (Mateo 9:12).  Ni estaba limitada a los elegidos: "Id entonces y haced discípulos en todas las naciones" (Mateo 28:19), ni restringida a los 12 apóstoles ordenados.  Jesús amó al hombre rico que vivía los Mandamientos pero no podía dejarlo todo (Marcos 10:21).  Pablo-y finalmente Pedro-abrieron las puertas sin discriminar: "No existen Judíos ni Griegos, no hay esclavo ni hombre libre, ni hombre ni mujer; ustedes son todos uno en Jesucristo" (Gálatas 3:28).

Si todo eso es verdad, uno tiene amplia justificación para examinar a la santidad con requisitos menos severos que los que exige el saber convencional.  Para ser considerado santo-o por lo menos intentar alcanzar una cierta semblanza de santidad-uno no necesita ser perfecto, desamparado, o virginal.  Es cierto que para declarar públicamente que alguien es un santo, la iglesia debe analizar esa vida minuciosamente.  Pero uno no necesita ser el Jugador Más Valioso del Campeonato Mundial.

LOS ALUMNOS mayores de la escuela secundaria a quienes enseño darían
un respingo si se los llamase santos.

San Ireneo decía en Contra las Herejías: "La gloria de Dios es la humanidad, plenamente viva." Lo que separa a los seres humanos de otros animales es la capacidad de aprender y de amar.  Otros animales conocen los hechos; un ciervo perseguido por cazadores sabe que el peligro está detrás, pero hasta donde sabemos no se pregunta por qué: "¿Qué les hice yo a esos?"  Tenemos por lo menos la capacidad (si es que la usamos) para entender.  Otros animales pueden dar la vida por su cría.  Pero nosotros podemos dar nuestras vidas (a menudo sin morir) por gente que ni siquiera apreciamos en ese momento.  Pregúntale a cualquier padre o maestro.  ¿Podemos considerar la posibilidad de que nuestro propósito otorgado por Dios sea preparar un receptor completamente realizado para el don de la santidad?  Tampoco está limitado ese papel a expurgar los defectos, como se les ha enseñado a tantos, sino que es más importante desarrollar el potencial de conocer y amar.  "Que vuestra luz brille ante la gente de modo tal que puedan ver vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo" (Mateo 5:16).

Sólo inténtalo

Como muestra claramente el Libro de Job, el arquitecto del universo no necesita revisar sus planos de antemano con nadie, ni siquiera con una organización religiosa oficial.  Si Dios está satisfecho con que una persona está haciendo lo mejor que puede (por el momento) para cumplir con lo que Él espera, para elevar a los humanos por sobre los animales, esa persona es considerada como santa, aún si el Vaticano no ha llegado a ratificar el juicio de Dios.  Esa persona no necesita la concesión externa, ritual, del bautismo o de cualquier otra señal simbólica de aceptación.  Reflexionar por un momento debería hacer obvia la evaluación indiscutible de Dios, dado que ninguna criatura inteligente podría aceptar un Dios menos bondadoso de lo que es él o ella.

Todos conocemos gente que no pertenece a la iglesia y que no obstante es la sal de la tierra, como Jesús esperaba que fuesen sus discípulos (Mateo 5:13).  Puedes llamarlos cuando estás atascado en la autopista a las 2 de la madrugada.  Te dirán cuando estás demasiado agresivo, o flirteando, o bebido, y no vacilarán porque podrías dejar de quererlos.  Es difícil imaginarlos excluidos de un reino que recibe bien a María Magdalena y al buen ladrón.

Sin embargo, resulta más fácil para las personas que normalmente dudan de sí mismas que alguna autoridad externa confirme su sensación interior de que están haciendo lo mejor que pueden.  El Bautismo y la confirmación son certezas incalculablemente valiosas de la inclusión en una segunda familia que siempre nos dará la bienvenida, sin que nada importe.  La reconciliación nos da una garantía concreta de que nunca podremos volvernos tan indignos como para negar lo que Jesús hizo por nosotros.

La incompetencia no es un obstáculo

Si Dios tan generosamente ofrece el mérito de Cristo para compensar nuestra incompetencia y nos invita a la santidad sin discriminar, Él no espera nada que se aproxime a la pureza total de intención o de acción cuando nos pide que vivamos vidas santas.  Esto surge en página tras página de las escrituras, a pesar de nuestra tendencia a "desinfectar" a los santos, mas allá de lo que hayan hecho.   Abraham, nuestro "padre en la fe," prostituyó a su esposa en el harem de otro hombre.  Jacobo defraudó a su hermano primogénito.  Hasta el invulnerable Moisés titubeó durante un tiempo tratando de evadirse del llamado de Dios.  David, el predecesor del Mesías, era un adúltero y asesino oculto.  La piedad sin discernimiento convierte a los apóstoles en santos censurados en vez de un grupo de Keystone Kops, a menudo tropezando unos con otros en búsqueda de progreso personal.

Reflexiona sobre la gente sensata que conoces-generalmente no son los excesivamente devotos, los que cautelosamente cumplen con hasta las más pequeñas reglas, los críticos.  Piensa en los millones de hombres y mujeres que se rehusaron a rendir sus almas en campos de concentración Nazis; en aquellos que soportan con dignidad el lento desgaste de la enfermedad; en la maestra paciente que te enseñó a escribir.  Existe una serenidad que casi se puede palpar en esas personas.  Parecen valientes y abiertas, dedicadas a todos sin discriminar, interiormente coherentes y concentradas.  Su santidad es su integridad, su sentido de compañerismo.

El origen de esa ecuanimidad parece ser una relación especial con lo mejor del ser y, recíprocamente, estar liberados de los valores auto centrados de este mundo.  Esa conexión genuina con una fuente trascendente de energía los hace divinamente inquietos, reacios a ignorar o ceder ante los elementos del comportamiento humano que están en conflicto con las intenciones obvias de un Dios providente:  el abuso, la ignorancia, el abandono de los marginados, y la corrupción en todas partes.

La conversión necesaria

Aceptar la santidad requiere, como mínimo, una conversión en el sentido de transformación, de hacer un alto y preguntar, "¿Es ésta la verdad? ¿Es allí adonde quiero ir?" negándonos fieramente a ser engañados por los medios que nos hipnotizan prometiendo gratificación instantánea, pero nos entregan cenizas; no aceptando invertir tu corazón y tus esperanzas en algo que no pueda desafiar a la muerte; erradicando nuestra alma-nuestro ser-de lo trivial y transitorio e insertándola en lo eterno.  No se trata de un logro estático, sino de una evolución continua del alma que en auténtica santidad se vuelve contagiosa.  San Pablo sugiere que la santidad común debería hacerse evidente fácilmente: "Los frutos del Espíritu son el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la amabilidad, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y el auto control" (Gálatas 5:22).

Si recortamos las nociones exageradas de santidad heroica que nos llevan a negar la invitación generosa de Dios, podríamos cumplir con la esperanza que motivó la encarnación, muerte, y resurrección del Hijo de Dios:  "Que puedas tener vida, y que sea más abundante."

Santo es realmente un sinónimo de exitoso, satisfecho, en buena forma.  Cada una de esas palabras describe lo que Dios pretende que sean los seres humanos completamente evolucionados.  Cada uno de nosotros debe descubrir los caminos en que encontraremos la realización.  Este es-o debería ser-el objetivo de una educación de por vida: no solamente ganarnos la vida sino descubrir para qué sirve la vida.  Con esa comprensión, se hace más obvio que la santidad, la evolución total de la humanidad, no es inaccesible para la gente común, pero que tampoco es de lo más común.  Requiere un gran esfuerzo.  "Santo" no necesita estar circunscripto a los logros.  Esforzarse solamente es suficiente.

Reeditado en forma abreviada de América, Julio 30-Agosto 6, 2007, con autorización de America Press, Inc., © 2007. Todos los derechos reservados.  Para información sobre suscripciones, llamar al 1-800-627-9533 o ver www.americamagazine.org.

William J. O'Malley, S.J.William J. O'Malley, S.J. es maestro de inglés y estudios religiosos en Fordham Preparatory School (Escuela Preparatoria Fordham) en el Bronx, Nueva York.


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